Vespertina 5

Oro radiante y triste, de cielo que atardece
el de tus ojos. Esta puesta de sol parece
una de tus miradas intensas y tranquilas.
—Prodigios luminosos del cielo y tus pupilas.—
Quién sabe qué ternura recóndita e inmensa
siente el ocaso. El alma del horizonte piensa.
Dice cosas profundas; con mi espiritu entabla
un diálogo.—La vida, hecha fulgor, me habla.

¡Qué misericordioso crepúsculo, qué bueno,
melancólico, tenue, pensativo y sereno!
Ni un trágico celaje, ni una forma violenta,
ni un fantasma sombrío, ni una nube sangrienta.
Una visión de oro, transparente y divina,
vela el azul con una leve gasa ambarina,
y extiende en los crestones, sobre el oscuro cuarzo,
la palidez carmínea de las rosas de marzo.
Mueve el viento el ramaje primaveral, y siento
tu voz entre las voces fugitivas del viento.
La ciudad que, a lo lejos, calladamente arde,
se diluye en la rubia claridad de la tarde.
El silencio murmura su oración. La campiña
ante el ocaso tiembla como medrosa niña.
La penumbra ennegrece de los cielos el fondo
que cuanto más oscuro se presiente más hondo.
Y palpita en los flancos de la nébula rota
el cristal tembloroso de una estrella remota.

Hay piedad, hay ensueño, hay amor y esperanza
en el claro horizonte. Yo celebro la alianza
de tus ojos y el día. Yo, religiosamente,
creo en lo que me dicen tus ojos y el poniente.
Amor, piedad, ensueño y esperanza… lo mismo
que me gritan las luces de tus ojos de abismo.
¡Largas fascinaciones! Así me quedo absorto
frente a ti, cual enfrente de las lumbres del orto.

Y es que en ti como en ese fulgurar del ocaso
hay un misterio amable que me detiene el paso;
un matinal augurio, una consoladora
promesa de día; una revelación de aurora.
¡Si vieras qué apacible crepúsculo, qué bueno,
melancólico, tenue, pensativo y sereno!
Una de tus miradas intensas y tranquilas;
uno de los prodigios del cielo y tus pupilas!…

Todo en silencio, todo en calma, deja
que se agote la vida, como exiguo
manantial que en un tiempo hizo derroche
de su fecunda linfa; el sol se aleja,
y en las penumbras de un ocaso ambiguo
laten las palideces de la noche.

Se gastó mi dolor, como el antiguo
mármol sacramental de un ara vieja,
en el culto de un dios; ya nadie viene
en busca de parábolas divinas
al templo de mi espíritu que tiene
la noble soledad de las ruinas.

Ni un rumor; ya no hay órgano que suene;
ni un perfume; no hay rosas, hay espinas;
hay viento; no se encenderán los cirios;
hay polvo; no florecerán los lirios;
hay nieve; no vendrán las golondrinas.

Meditando en el término del viaje,
miro, entre vagas sombras vespertinas,
temblar mi porvenir, como un paisaje
a través del vapor de las neblinas.

Todo en silencio; todo en calma, sola,
por una vía gris va mi existencia
nimbada por la débil aureola
de una santa paciencia.

Entrecerrados por la somnolencia
mis ojos ya no miran la esperanza,
y, al volverlos atrás, me hallo en presencia
de la alucinación de una añoranza.

Para el último sueño es el letargo
inicial. En mí, todo desfallece:
la dulce imagen y el recuerdo amargo.

Por la niebla que se agita y crece
sin miedo voy, sólo me parece
que el camino es muy largo.

Sequé los cauces del sagrado río;
sellé la fuente impura;
no seducen ni vencen mi albedrío
pecado ni virtud… ¡Gracias, Dios mio!
me quitaste el placer y la ventura,
pero también la pena y el hastío,
y tendiste en mi espíritu vacío
una inmensa blancura,
un sudario de luz que guarda el frío
cadáver de mi novia la ternura.
No hay en mi corazón hieles de queja,
mieles de amor, ni ajenjos de reproche;
ni una gota quedó que manche el vaso.

Crepúsculo es mi vida. El sol se aleja,
las penumbras apagan el ocaso;
todo en silencio está… Viene la noche.
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