Margaritas
Desde la ventana que se abre al Ocaso
veraniego, a solas, medito y añoro.
Mi jardín minúsculo, se hunde, paso a paso
en la sombra. Pero, bañadas en lloro,
se ven unas blancas estrellas de raso
prendidas en breves clavillos de oro.
Al pie de las tapias, en el crespo arriate,
entre muertos lirios y rosas marchitas,
se destaca, en grupos, la blancura mate
de las margaritas.
—Para mis saudades busqué yo este asilo
donde tantas veces, en hora oportuna,
despierta el recuerdo llamado por una
callada tristeza de barrio tranquilo—.
En el apacible jardín ¡qué infinitas
cosas me sugieren estas margaritas!
Se alzan en sus tallos, casi se desprenden,
por asir el hilo de un so que no arde.
Me parecen vírgenes que las manos tienden
en busca del pálido claror de la tarde.
Miro. Admiro. Pienso. Divago. En sordina
música antoñona dentro de mí suena.
Tengo veinte años. La noche es divina.
La vivaz memoria dispone la escena:
(la fuente que canta y el ave que trina).
Y de pronto, viene, como un alma en pena,
la diafanizada sombra que camina
deshojando una flor de agüeros llena.
¡Sí! ¡No! ¡Sí!…
Visiones de mi pensamiento;
fantasmagorías de júbilos idos;
trasgos juveniles que, por un momento,
cubren realidades, y encienden olvidos…
Aun oigo en mi sueño—¡pero qué distantes
y débiles!—ecos de jocundos cánticos.
Aun hay margaritas; mas no hay, como antes,
ni dedos de seda, ni amores románticos.
Está bien. El tiempo deshojó la vida.
Mas en la corola, desnuda y vencida,
una hoja ha quedado. ¡No toques allí!
—Es amor creyente.—Verdugo, respétalo;
y deja en el alma, pobre y baladí,
el último pétalo
¡que dirá que sí!
veraniego, a solas, medito y añoro.
Mi jardín minúsculo, se hunde, paso a paso
en la sombra. Pero, bañadas en lloro,
se ven unas blancas estrellas de raso
prendidas en breves clavillos de oro.
Al pie de las tapias, en el crespo arriate,
entre muertos lirios y rosas marchitas,
se destaca, en grupos, la blancura mate
de las margaritas.
—Para mis saudades busqué yo este asilo
donde tantas veces, en hora oportuna,
despierta el recuerdo llamado por una
callada tristeza de barrio tranquilo—.
En el apacible jardín ¡qué infinitas
cosas me sugieren estas margaritas!
Se alzan en sus tallos, casi se desprenden,
por asir el hilo de un so que no arde.
Me parecen vírgenes que las manos tienden
en busca del pálido claror de la tarde.
Miro. Admiro. Pienso. Divago. En sordina
música antoñona dentro de mí suena.
Tengo veinte años. La noche es divina.
La vivaz memoria dispone la escena:
(la fuente que canta y el ave que trina).
Y de pronto, viene, como un alma en pena,
la diafanizada sombra que camina
deshojando una flor de agüeros llena.
¡Sí! ¡No! ¡Sí!…
Visiones de mi pensamiento;
fantasmagorías de júbilos idos;
trasgos juveniles que, por un momento,
cubren realidades, y encienden olvidos…
Aun oigo en mi sueño—¡pero qué distantes
y débiles!—ecos de jocundos cánticos.
Aun hay margaritas; mas no hay, como antes,
ni dedos de seda, ni amores románticos.
Está bien. El tiempo deshojó la vida.
Mas en la corola, desnuda y vencida,
una hoja ha quedado. ¡No toques allí!
—Es amor creyente.—Verdugo, respétalo;
y deja en el alma, pobre y baladí,
el último pétalo
¡que dirá que sí!
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